lunes, 14 de septiembre de 2009

El tren (3)

Yo sigo escribiendo así que sea lo que Diox quiera...

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Ponerse de nuevo en marcha fue duro. Mucho más de lo que pensaban. Las pocas migajas que habían logrado arrancar de aquel bosque adormecido no habían sido suficientes, pero lo peor era la sed. De buena mañana el rocío se arremolinaba en las hierbas y las hojas de los arbustos y las encinas. La bruma fría que les rodeaba hablaba de una humedad inalcanzable. Sin querer, todos se acordaban con añoranza del Canal de Isabel II que, sin duda, en otro mundo, recorrería esas mismas tierras llevando agua fresca a millones de personas menos a ellos.

A pesar de ello comenzaron a andar. No solucionarían nada quedándose allí muriéndose de sed.

El sol estaba alto cuando Tomás se dio cuenta de que cada vez tenían que pararse más. A una señora le había dado un vahído y el ritmo era bastante más lento en general. Se acercó a Eduardo.

-Oye, hay algunas personas que están bastante mal.

-No podemos parar, Tomás. Estamos ya muy cerca y sólo si llegamos podrán ayudarles.

-Eso si nos ayudan.

Eduardo miró a Tomás frunciendo el ceño. Un momento después volvió a mirar al frente y suspiró.

-Tienes razón, no lo había pensado.

¿En serio?, prensó Tomás sorprendido. Le parecía obvio que si llegaban a las Torres y había gente, esa gente los trataría como extraños. Y visto lo visto igual ni hablaban el mismo idioma. El concepto “mundo diferente” implicaba que todo podía ser diferente.

-Deberíamos adelantarnos unos pocos, los que estén más fuertes, y tantear el terreno.

-¿Te estás ofreciendo?

Tomás sostuvo la mirada de Eduardo y volvió a ver al ejecutivo detrás de la barba de pocos días y las ojeras de cansancio y hambre. Asintió.

-Deberíamos hablarlo con los demás.- dijo Eduardo.- Hay que planear bien lo que debemos hacer. Puede pasar cualquier cosa y no tenemos margen de maniobra.

Eduardo alzó la mano y pidió el alto del grupo. Muchos resoplaron y se agarraron los riñones. Otros se sentaron donde pudieron. Todos parecían derrengados. Cuando Eduardo tuvo la atención de todos fija en él, Tomás se dio cuenta de que estaban peor de lo que pensaba. Eduardo empezó a hablar y Tomás casi podía ver el powerpoint detrás de él. Además, había algo en su voz y en su manera de explicar que era imposible ignorar, como si fuera un presentador de la tele. Algunos se mostraron asustados, otros preocupados y bastantes más aliviados.

-Tomás se ofrece voluntario. ¿Quién quiere acompañarle?

Después de expuestos todos los problemas a los que se enfrentaban y todas las incertidumbres que podían encontrar, era evidente que alguien tendría que ir, pero nadie se atrevía a dar el primer paso. Al final, después de muchos segundos de titubeo, Susana y Pablo dieron un paso al frente. Tomás sonrió y ellos le devolvieron el gesto acercándose a él y enfrentando al resto del grupo. Carola se levantó de un salto, muy seria, y se puso a su lado. Tomás ya iba a abrir la boca para agradecérselo, cuando otro hombre, uno de los que habían ido en el grupo de Eduardo, se levantó y se acercó a ellos. ¿Se llamaba Javier? Le agradeció con un gesto y alzó una mano como pare detener a más posibles voluntarios.

-Muchas gracias a todos. No nos conviene ser demasiados por si tenemos que escondernos. Además, no es seguro que los que están más cansados se queden solos sin gente más fuerte que les pueda ayudar.

-¿Y qué haremos los demás? ¿Esperar? – dijo una mujer que había perdido a su hijo en el accidente.

-Eso me temo.- dijo Eduardo con su voz de conferenciante profesional.- Este bosque no tiene calles ni puntos conocidos donde poder reunirnos. Pero no se irán ahora mismo. Descansaremos un rato (ya que estamos parados), y seguiremos un poco más. Ya estamos muy cerca, así que sólo hay que hacer un pequeño esfuerzo más.

-Pero, ¿y si no vuelven?- insistió la mujer.

-No creo que tengamos que ser tan negativos, Palmira.- contestó Eduardo.- Lo que no podemos hacer es arriesgarnos a un mal recibimiento. Este mundo, aunque sea igual que el nuestro geográficamente, es evidente que no tiene nada que ver. No sabemos nada sobre la gente de aquí, ni el idioma que hablan.

-Pero es que nosotros tampoco nos vamos a quedar aquí, desde luego. Sin refugio ni nada que llevarnos a la boca. ¡Ni agua siquiera! No podemos quedarnos aquí esperando, no señor. Si esa gente es peligrosa que lo sea, ya les haremos frente, pero es eso o morir de hambre y sed esperando a unos chavales que igual ni vuelven. ¡De eso nada!

Tomás se encontró a sí mismo asintiendo al razonamiento de la mujer. Pero no era el único. Un gruñido general se levantó tras las palabras de la señora Palmira.

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