Llovía.
Las gotas de lluvia se mezclaban sin compasión con las lágrimas de rabia y dolor que corrían por el rostro mugriento de un rapaz de 12 años que estaba atado con pesados grilletes de hierro a lo que quedaba de un molino arruinado hacía más de medio siglo.
Apenas podía mover la enorme piedra que era capaz de moler el grano con tres bueyes atados a la yunta. Le dolían los brazos, los pies, la espalda y cada músculo de su cuerpo. Además le escocían terriblemente las heridas de los latigazos que de cuando en cuando el guardia de la Escuela le daba para que no parara de empujar.
Al fin y al cabo estaba cumpliendo un castigo.
Su crimen había sido mostrar su yarkith. Lo había utilizado por primera vez en años para salvar a un crío de 4 años de ser golpeado por una palangana de hojalata, pero no importaba. Claro que había llevado a una niña al hospital, pero se lo merecía. Con una nueva oleada de rabia empujó con fuerza a pesar del dolor de sus hombros y la piedra gigantesca se movió unos cinco centímetros.
No, no se lo merecía.
Aunque fuera una niña perversa, celosa, envidiosa y vengativa, no se lo merecía. No debía haber usado su poder. No debía. Sus padres le habían abandonado allí por eso. Era algo malo, algo que debía ser ocultado. Pero a medida que crecía se le hacía más difícil pues su yarkith crecía con él y estaba empezando a ser algo demasiado fuerte como para no usarlo nunca.
Núitor, como el resto de sus compañeros, era un yark.
Los yarks eran personas que habían nacido con una marca muy característica en alguna parte de su cuerpo. Había quien la tenía en los brazos, en la espalda, en la cara… Núitor la tenía en el pecho, cerca del corazón. Los tres puntos de brillante queratina negra que le diferenciaban como yark eran tan parte de él como sus manos y sus pies, así como su yarkith, y como tal, debía usarlo ya que si no lo hacía, corría el riesgo de volverse loco. Y era algo que desde hacía poco le había empezado a preocupar. De pronto empezó a sentirse más nervioso, más inquieto; tanto, que había veces que casi no podía controlarse para no usarlo.
Hasta aquella mañana…
-Núitor Malende, tu castigo ha terminado.- la voz cascada del Jefe de la Guardia Tarpen Crey llegó a sus oídos. El chico bajó los brazos de la empapada madera y se percató de las ampollas y astillas que habían convertido sus palmas en nuevas fuentes de dolor.- ¿Has reflexionado sobre tu comportamiento?
-Sí, señor.- las cadenas tintinearon cuando Núi se giró hacia el hombre. Éste le miró de arriba abajo y esbozó un gesto de asco en su cara de simio. Después se rascó la cara mal afeitada y chasqueó con la lengua.
-No lo creo.- dijo al fin.- Mañana volverás. 4 horas bajo supervisión.- el hombre se inclinó un poco sobre él.- Bajo “mi” supervisión, Malende.- se incorporó y le dedicó una sonrisa torcida y repugnante.- Soltadle y lleváoslo.
Los guardias le quitaron rudamente los grilletes y le empujaron hacia la salida.
-¡Malende!- llamó de nuevo Crey. Núi se detuvo y se giró, pero no le miró.- Alégrate de que mis funciones se limiten a vigilarte.
Núitor se dignó a clavar sus ojos en el guardia imprimiendo en ellos todo el odio que sentía hacia él. A pesar de la trémula luz del oscuro y tormentoso atardecer, los ojos grises y duros como la piedra de aquel niño taladraron el cráneo de Tarpen Crey como si no hubiera nada entre él y la pared opuesta. La sonrisa de Crey se esfumó. Por fin un guardia le empujó y le sacaron del molino en dirección al módulo de habitaciones de los alumnos.
Crey no se movió mientras observaba apenas cómo los otros 4 guardias abandonaban el maltrecho edificio. Frunció el ceño y miró hacia arriba, hacia el agujero donde debía de estar el tejado del molino. Unas pocas vigas carcomidas recortaban el nuboso cielo que parecía querer descargar toda su agua en aquel momento.
Aquel crío era peligroso.
Después de casi 20 años trabajando en aquella Residencia Yark, por primera vez, tenía miedo. Había visto niños con los poderes más extraños: telepáticos, elementales, físicos… pero nunca uno como Núitor Malende. Por fin empezó a caminar hacia el exterior. Necesitaba una copa.
Aquel niño y Tana, otra niña de más o menos la misma edad, habían convertido sus últimos años de servicio en un verdadero calvario. La niña había llegado antes que él y desde el primer momento empezó a causar problemas. Quería ser siempre el centro de atención, casi obligaba a los demás niños a ser sus amigos y en una ocasión hirió gravemente a uno de sus guardias. La cría tenía la habilidad de controlar el metal y convertirlo en cualquier tipo de arma mortal. Se había ganado casi tantos castigos en el molino como Malende, pero ella al menos se lo merecía…
Crey abrió la puerta de su despacho y entró. Sin importarle lo más mínimo el barro que dejaba en la alfombra, fue directo al armario y sacó una botella de un licor dorado y algo turbio. Sin más quitó el tapón y le dio un par de buenos tragos.
A la Residencia iban todos los niños nacidos yark de aquella provincia sureña de Múrnibor. Su cercanía con Tonkul hacía que fuera una zona especialmente peligrosa y por eso allí se solían enviar a los yarks con yarkith de niveles altos. Nadie lloraría su pérdida si en una incursión tonkuliana atacaran la Escuela. Así el Gobierno se libraría de esos monstruos en potencia que si llegaran a adultos se convertirían en verdaderos peligros para la sociedad. Así que Crey estaba acostumbrado a tratar con niños bastante poderosos, pero aun así… Los yarkith más comunes eran los elementales, los físicos y los psíquicos. Los yarkiths violentos no eran nada comunes. Ni siquiera Tana tenía un yarkith denominado “violento”. Ella era una yark magnética; el hecho de que lo utilizara de esa manera era producto de su personalidad agresiva. Pero Núitor Malende sí tenía un yarkith violento.
Había llegado hacía 6 años acompañado por sus padres. Durante los primeros meses no había querido relacionarse con nadie. Se limitaba a sentarse en un rincón y llorar. Crey había recibido un informe completo de aquel niño, las especificaciones de su poder y una recomendación del Gobernador de la zona para que le tuviera bien vigilado. Entonces uno de los chicos más mayores, un chaval de unos 13 años, le sacó de su rincón. De un modo u otro consiguió hacer que el niño empezara a hacer amigos y un año después de que llegara, era una persona completamente diferente.
Era amable con los demás y muy generoso. Los otros niños, incluso los mayores, empezaron a rodearle. A todos les caía bien. A todos, menos a Tana, claro.
Se convirtió en el centro de sus ataques. Más de una vez el chaval había tenido que ser atendido por la enfermera de las instalaciones por golpes con vigas de hierro, tenedores clavados en el cuerpo, cortes… Pero él jamás había utilizado su yarkith para defenderse. Nunca. La verdad es que Crey había deseado que lo utilizara alguna vez para poder saciar su curiosidad. Le habían advertido tanto con respecto a ese chico que quería ver con sus propios ojos qué era lo que había que temer de él. Ahora que lo había visto deseó no haberlo provocado. Echó la cabeza hacia atrás y el líquido amarillo volvió a deslizarse por su garganta.
Todo había ocurrido en el recreo de la mañana.
Los niños se habían reunido para echar a suertes los equipos que jugarían al balón. Los dos alumnos mayores elegían a sus jugadores de entre el heterogéneo grupo que aguardaba expectante. Poco a poco los grupos se fueron configurando hasta que sólo quedó Tana. Todos la temían. Era una niña peligrosa. A nadie le gustaba y además jugaba fatal. Los dos chicos mayores se habían mirado entre ellos nerviosos por su error. Tana se ofendería porque nadie la había elegido y ahora dudaban. Al volver la vista a la niña vieron que estaban en lo cierto.
Todos empezaron a notar cómo los botones de aluminio de los pantalones, las ventanas de hierro y todo lo que era metálico a su alrededor empezaba a vibrar. La expresión de furia de la niña era un poema y todos los demás dieron un paso atrás. Entonces de alguna parte salió una palangana grande de hojalata volando a gran velocidad hacia ellos para golpearles. Se agacharon ágilmente mientras un niño y una niña corrían hacia Tana para agarrarla y romper su concentración. La palangana siguió su vuelo con igual fuerza más allá del grupo de niños y se acercó peligrosamente a la zona del parvulario. Los dos niños por fin agarraron a Tana y la palangana perdió el control precipitándose hacia los pequeños.
Núi entonces levantó una mano y un golpe suave y sordo resonó en el aire cuando una especie de onda expansiva directa dio de lleno en la palangana desviándola de la cabeza de un pequeño de 4 años. Tana, al verlo, se enfureció aún más y de un empujón se deshizo de los dos niños. Estaba tan fuera de sí que el suelo se abrió frente a ella mostrando una tubería de cobre que empezó a lanzar al aire agua caliente. Movió una manita y la tubería se cortó y se afiló sola antes de salir como una flecha hacia Núitor que volvió a levantar una mano y la desvió con facilidad. Tana rugió de furia y el soportal de hierro tembló sobre las cabezas de todos sus compañeros amenazando con caer sobre ellos.
-¡Tana no lo hagas!- gritó el chico.
-¡Atrévete Núitor, vamos!- dijo la niña.- ¿No te parece ya suficiente el haberte acoplado de esta manera que ahora quieres hacerte el héroe? ¡Tú no me engañas como a todos esos estúpidos! ¡Eres un monstruo!
El soportal se estremeció y tembló con fuerza cuando Tana levantó sus brazos hacia él para dejarlo caer sobre sus compañeros. Núi levantó ambas manos y un golpe de fuerza casi invisible, pero que sonó como un gong, la impactó de lleno y la estampó contra la pared del gimnasio dejándola inconsciente.
Crey, que había visto todo desde la ventana de la sala de profesores, casi no podía moverse del asombro. Por suerte, uno de los maestros reaccionó con rapidez y organizó al médico y a los guardias para controlar la situación. Tana había sido ingresada inmediatamente en la enfermería y Núitor fue encerrado en una celda de castigo oscura y pequeña que los niños llamaban “El pozo”. Había estado allí hasta las 4 de la tarde. Entonces había ido él mismo con otros 6 guardias fuertemente armados. Le amarraron, le amordazaron y le esposaron de brazos y pies para conducirle hasta el molino donde le habían tenido empujando durante más de 3 horas bajo amenazas y latigazos.
Y a pesar de todo, aquel crío parecía igual de entero, igual de fuerte. Se había colocado la coraza que había mostrado en los primeros meses en la Escuela y que durante todos esos años parecía haber reservado sólo para él. Crey cerró los ojos y se pasó una mano por sus cansados y enrojecidos párpados. No le había tratado nada bien. La gran mayoría de los castigos habían sido por razones que solía inventarse. Le habían dicho que le tuviera bien vigilado y ese era el modo en que él vigilaba. No sabía hacerlo de otro modo. Lo había estado haciendo igual durante 20 años. Los mocosos más duros habían acabado cediendo. Todos acababan desarmándose y perdiendo buena parte de su fanfarronería. Pero con Malende… era diferente.
Crey lanzó la botella hacia la pared opuesta con rabia y frustración.
-Una bala entre ceja y ceja… sólo una, y todo acabaría, ¡maldita sea!- farfulló.
Sus ojos se posaron en la mancha de licor en la alfombra y en los cristales rotos y frunció el ceño. Entonces se dejó caer en la cama y tumbado, mirando al techo, murmuró:
-He perdido… otra vez.
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